Tránsito de San Francisco de Asís - 3 de octubre 1226
Murió cantando y bendiciendo al Señor
Los pocos días que faltaban para su tránsito al Padre los empleó en la alabanza, animando a los suyos a hacer lo mismo. Sabiendo que la muerte estaba cada vez más cercana, llamó a fray León y a fray Ángel y les mandó cantar con gozo y en voz alta, una vez más, el Cántico del hermano Sol. Él, mientras tanto, entonó como pudo el salmo 142: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor; desahogo ante él mis afanes, expongo ante él mi angustia, mientras me va faltando el aliento...
A sus compañeros les había advertido: Cuando me veáis a punto de expirar, ponedme desnudo en el suelo, como anteayer, y dejadme yacer así, muerto, el tiempo que se tarda en recorrer una milla (algo así como una hora).
Como una estrella
Al anochecer del sábado 3 de octubre, a pesar de haber ya obscurecido, las alondras seguían revoloteando alrededor de la casa donde Francisco yacía moribundo. A los presentes les pareció la señal de que había llegado el momento.
Le faltaban dos o tres meses para cumplir 45 años. Había seguido al Señor durante más de 20 y los dos últimos los vivió crucificado y gravemente enfermo.
Uno de los muchos hermanos presentes vio su alma elevarse como una estrella, grande cuanto la luna y brillante como el sol, sobre una nubecilla blanca.
Muy lejos de allí, en el sur de Italia, fray Agustín de Asís moría a la misma hora, exclamando: ¡Espérame, padre, espérame, que me voy contigo!. Otro fraile lo vio vestido de diácono y seguido de un cortejo de personas que le preguntaban: ¿No es ese Francisco?", ¿No es Cristo?, y el fraile a todos respondía que sí, pues a todos les parecía la misma persona. También el obispo Guido, ausente de Asís por una peregrinación, lo vio en sueños que le decía: Mira, padre, dejo el mundo y me voy a Cristo.
Los estigmas al descubierto
Después de permanecer desnudo en el suelo algún tiempo su cuerpo fue lavado y amortajado. A fray León le parecía un crucificado bajado de la cruz. Sus miembros, antes rígidos como los de un cadáver, se volvieron blandos y flexibles como los de un niño.
La primera de los seglares en atreverse a desvelar el misterio de los estigmas fue Jacoba, que no dejaba de abrazar su cuerpo y de besar sus cinco llagas. La multitud, cientos de personas congregadas de toda la región, no dejaba de cantar y alabar al Señor, por permitirles ser testigos de un prodigio semejante, tan difícil de creer. Todos se sentían honrados, los que lograron besarlas y los que sólo pudieron verlas, entre lágrimas de dolor, gozo y agradecimiento a la vez.
Lo que decimos lo hemos visto -decía fray Tomás de Celano, con palabras tomadas del evangelista Juan-. Estas manos escriben lo que ellas mismas han palpado. Y añade: Varios hermanos nuestros lo han visto con nosotros mientras vivía el santo, y en su muerte, más de cincuenta, además de innumerables seglares, lo han venerado. ¡Que no haya, pues, lugar para la duda! Quisiera Dios que fuesen muchos los que se uniesen a Cristo Cabeza como miembros suyos con el mismo amor seráfico, para merecer semejante armadura para la batalla de esta vida, y gloria semejante en el reino de los cielos.
Entre los que testificaron después acerca del prodigio figuran fray Bonicio, el beato Andrés de Spello, el hijo de Jacoba Juan Frangipani, el señor de Greccio Juan Velita y messer Jerónimo, noble caballero asisano que se atrevió a palpar la llaga del costado y a remover los clavos de las manos y los pies, para estar más seguro de lo que veía.
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